"En Río Tinto nunca han estado ausentes mucho tiempo la tragedia y las lágrimas, aunque en su mayor parte las amarguras se disiparon rápidamente y su recuerdo terminó por apagarse. Pero el desastre de febrero de 1888 se grabó en las mentes de aquellas gentes como el ácido a una placa de metal".
Así empezaba el inglés David Avery su endiablado relato titulado 'Tiempo para llorar' entresacado de su obra culmen 'Nunca en el cumpleaños de la Reina Victoria'.
El texto analizaba las consecuencias y motivaciones que provocaron el estallido social de las masas obreras y campesinas de la Cuenca Minera el 4 de febrero de 1888 y su instantánea y feroz represión militar a manos del Ejército de Pavía.
Ahora que se cumple el 120 aniversario de la masacre que costó la vida a decenas de hombres, mujeres y niños y que pasó a la historia con el nombre del 'Año de los tiros' no es tiempo de llantos pero sí de recuerdos.
En aquellos años la contestación social a las calcinaciones de mineral al aire libre (los humos) provocó una huelga jamás vista en España y Europa.
Hoy Huelva sigue siendo, más de un siglo después, la probeta donde se experimentan los juegos y riesgos contaminantes que acaba de denunciar el laureado Al Gore en su documental 'Una verdad incómoda'.
Pero rebobinemos el tiempo. La Cuenca Minera era en aquellos años un islote ocupado por el capital inglés que había impuesto en la mina de Riotinto un ritmo frenético de trabajo que incluía jornada laboral de doce horas, de sol a sol, incluidos los niños. La Río Tinto Company Limited se había erigido en propietaria del cuerpo y las almas de sus asalariados.
Hasta que llegó un líder anarquista llamado Maximiliano Torner, cubano, según qué leyenda, y cargado de electrizantes ideas que espantaban a los ingleses, hacían palidecer a los gobiernos españoles y que hablaban de mejoras laborales y derechos de los obreros. Un cóctel letal para el stablishmen anglosajón y el intocable caciquismo español.
Desde su cargo de cronometrador en la mina, nada menos que el que calculaba los salarios, lideró a los mineros bajo reivindicaciones que exigían que no se descontaran los cuartos y medios jornales cuando los humos de la pirita impedían trabajar, supresión de las multas, reducción de las doce horas de trabajo, sistema de indemnización para accidentados, supresión del descuento de una peseta que se hacía para la asistencia médica, relevo del jefe del departamento de minas y la prohibición de la calcinación de mineral al aire libre.
En esta última petición encontró el apoyo de los terratenientes zalameños en lo que fue a la postre la confirmación del famoso dicho que reza: "la política hace extraños compañeros de cama". Habrase visto semejante tándem. Caciques agrarios y anarquistas unidos por el mismo fin.
Todas las exigencias ocuparon la mesa de la Compañía hasta que el cuatro de febrero de 1888 una manifestación formada por entre 8.000 y 12.000 personas tomó pacíficamente Riotinto.
Cuando el grueso de la manifestación se encontraba en la Plaza del Ayuntamiento de Riotinto y tras fracasar el intento negociador de una comisión de huelguistas, una voz gritó ¡fuego!. Nunca una exclamación lingüística provocó tanto daño al obrero. De inmediato, los soldados, armados y pertrechados para la guerra de Cuba, obedecieron impasibles el grito y descargaron sus fusiles contra la muchedumbre formada por campesinos, mineros, mujeres y niños más bien vestidos para una verbena popular que para representar el papel de corderos inmolados en nombre de la defensa del capital bastardo inglés.
Tal fue la ira descargada contra el pueblo minero y campesino que la Guardia Civil se enfrentó al Ejército Regular de Pavía sable en mano para salvar a la muchedumbre de aquel volcán de fuego asesino.
La protesta acabó en tragedia a causa de la intransigencia de los propietarios ingleses de la mina, la connivencia del jefe del Regimiento militar filial del que entrara a caballo en el Congreso y la anuencia del gobernador civil de Huelva y las corruptas autoridades políticas.
Un gobernador, Bravo y Joven, que por cierto y según investigó la profesora María Dolores Ferrero, desapareció hasta del Archivo Histórico. Lo mismo que pasó con la ocultación del sumario de 2.000 folios instruido para aclarar la causa de los tiros.
Claro, que Avery asegura que poco podían hacer los consejeros de la Compañía para proporcionar a todo el personal las condiciones de trabajo y de vida pedidas, escribe "por los empleados políticamente más extremistas. Era imposible económicamente pues habría que explotar las minas a una escala sin precedentes".
Una vez calladas las armas, el silencio y la conmoción general dejaron ver los cadáveres.
El recuento final, adelgazado, dejó inscritos en los diferentes partes de defunción solamente trece nombres. ¿Quién se atrevía a reconocer a un familiar muerto durante la represión de la huelga? Nadie reclamó a las víctimas. Si lo hubiesen hecho, la Compañía le quitaba su vivienda y prohibido la residencia. Por supuesto ningún familiar de la víctima volvería a trabajar en la mina o sus aledaños. Proscritos. Y su nombre apuntado con tinta indeleble roja.
El pueblo sabe desde entonces que decenas de personas fueron masacradas aquel 4 de febrero de 1888 en Riotinto, un escenario de los hechos que paradójicamente, como el sumario y el gobernador, ha desaparecido del mapa para dejar paso a la ocupación minera.
Con el derrumbe del pueblo antiguo finalizado a mediados del siglo XX se acabó de enterrar en el olvido aquella masacre cometida en tiempos de un Gobierno liberal.
Como se enterró a los muertos de forma clandestina en un lugar llamado 'La trinchera del tío Jaime, en el vacie número tres, junto al vertedero de Zarandas. Seguro que la extrema acidez del suelo y los tiobacilos que merodean por estas tierras han tenido algo que ver con la limpieza de las huellas de la matanza ocurrida hace ahora 120 años.
Rafael Moreno
Huelva información