En cambio, no hay tumbas, ni epitafios, ni monumentos a la memoria de los más de cien mineros (y mujeres, y niños, y ancianos) que murieron bajo el fuego graneado de los soldados del Regimiento de Pavía el sábado 4 de febrero de 1888; ni siquiera está en pie la plaza del viejo pueblo de La Mina, donde fueron masacrados, cuando reclamaban mejoras salariales y el fin de los humos tóxicos que envenenaban el aire. El escenario de aquella protesta, que muchos consideran la primera de tinte ecologista de la historia, yace bajo toneladas de escoria en la mina de Cerro Colorado, abandonada en 2001.
Las crónicas de la época, en aquella España turbulenta de la regencia de María Cristina, apenas se ocuparon del tema. Hubo algún diario republicano que pidió cuentas, pero una protesta contra la empresa más poderosa del país, que salvó de la bancarrota a la I República al pagar 92 millones de pesetas, en 1873, por los derechos de explotación de los yacimientos de cobre, plata y oro de Riotinto, estaba condenada a ser aplastada y sepultada en el olvido. Las Cortes apenas discutieron el incidente. Después de todo, era un suceso incómodo, ocurrido en la remota cuenca minera de Huelva. Se dijo que los muertos no pasaban de 14. "Pero el sentido común te dice que fueron muchos más, entre 100 y 200 personas. Porque los soldados hicieron tres descargas con sus fusiles a bocajarro, y la plaza de la Constitución de Minas de Río Tinto estaba llena a rebosar. A aquella manifestación acudieron más de 12.000 personas de toda la comarca", explica el escritor y poeta Juan Cobos Wilkins, nacido en ese pueblo hace 46 años y autor de El corazón de la Tierra, una novela que rescata el episodio y que acaba de ser llevada al cine.
Juan Cobos escuchó alguna vez el relato de aquella masacre de labios de su abuelo, Juan Wilkins, jefe de contabilidad de "la compañía", tal y como se conocía al omnipotente consorcio que explotó los yacimientos de Huelva y estableció en la zona una especie de apartheid. De un lado, los directivos y el personal británico, encerrados en su gueto de lujo, en Bella Vista; del otro, los nativos, empleados en las minas o en las oficinas de la compañía, sin derecho a la propiedad, esclavos en su propia tierra. En aquel Riotinto dickensiano de niños obreros crecieron los antepasados de Cobos Wilkins. Y pese a la amargura generada por aquella explotación, en casi toda Huelva se mantuvo durante décadas un cierto gusto por lo británico.
Lorenzo Ramos, nacido en Riotinto en 1972, cuando la minería empezaba ya a declinar, recuerda a su abuela tomando el té de las cinco, con leche fría. Y el onubense Antonio Cuadri, director de El corazón de la Tierra, que se estrenará el 13 de abril, dice que en Huelva se aprecia todavía el sello de la organización británica, aunque él creció sin saber una palabra de aquel macabro episodio. "Teníamos la idea vaga de que había pasado algo, en aquel año de los tiros, como se le conoce. Pero creía que tenía que ver con la Guerra Civil".
Se sabe que fue un anarquista misterioso, Maximiliano Tornet, el elemento catalizador de aquella protesta. El líder capaz de involucrar en ella a mineros, agricultores y ganaderos, perjudicados igualmente por los humos tóxicos. Todos sufrían por culpa de las teleras, montañas de mineral que se quemaba al aire libre. Cuentan que los días de manta, las emanaciones de dióxido de azufre llegaban a la sierra de Sevilla y a Portugal. En Riotinto, la gente huía del pueblo y de la mina en busca de aire más limpio. La situación se había hecho intolerable. "La combustión del mineral al aire libre llevaba 24 años prohibida en el Reino Unido", dice Cobos Wilkins.
Cuadri y Cobos hablan de aquellos manifestantes como de auténticos pioneros del ecologismo, que pagaron con sus vidas la osadía de reclamar aire puro y mejoras en el durísimo trabajo de la mina. ¿No resulta algo exagerado ese término en la España decimonónica, cuando poderes públicos y campesinos se dedicaban a la tala sistemática de bosques? "Eran ecologistas salvando las distancias, obviamente", responde Cuadri. "Pero no hay que olvidar que en Zalamea la Real, otro pueblo de la comarca, se crea en aquellos años la Liga Antihumo, contra las emanaciones contaminantes de las teleras".
Ni los muertos, que nadie sabe dónde fueron enterrados, ni los heridos, curados a escondidas en las casas del pueblo, pudieron evitar entonces que la compañía siguiera explotando los yacimientos de la misma manera artesanal, y cobrando a cada minero el precio de la pala y el pico con los que arrancaba el mineral de cobre de la tierra. La explotación de nuevas vetas, bajo el pueblo antiguo de La Mina, acabó con todo. Se derribó la iglesia, y poco a poco las calles y plazas quedaron enterradas bajo montañas de escoria. También la plaza de la Constitución, donde niños, mujeres y ancianos cayeron bajo las balas o fueron atravesados por las bayonetas, yace bajo la mina de Cerro Colorado, que funcionó hasta 2001, gestionada por los propios mineros. Para entonces, el gigantesco cráter de Corta Atalaya llevaba cinco años sin actividad.
La comarca ha regresado ahora a la agricultura. "Hasta en eso la historia de Riotinto es rara", reflexiona Juan Cobos Wilkins. "Lo habitual es pasar de la agricultura a la industria. Pero aquí, donde ya los tartesios explotaban los yacimientos, hace 3.000 años, y había una industria importante, vamos al revés". Por más que la minería, omnipresente en los paisajes lunares de Zaranda, Cerro Colorado, Cerro de Salomón o Corta Atalaya, siga ofreciendo un asidero turístico de enorme potencial, ya es sólo historia. Hay una fundación minera, con su museo, y el tren minero sigue funcionando, aunque ya no transporta mineral de hierro y cobre, sino a niños de las escuelas o turistas ocasionales. Quizá la película que, después de la novela, rinde a los mineros masacrados en Riotinto el único homenaje que han tenido hasta ahora sirva además de estímulo turístico para la comarca. Los muertos del año de los tiros seguramente no tendrían nada que objetar.
Lola Galán
El País