Con motivo del aniversario del "Año de los tiros" publicamos este documento aparecido recientemente en el Foro "Opina sobre Riotinto":
El 4 de febrero de 1888, entre 12.000 y 14.000 personas se manifestaron en Riotinto contra las emisiones de azufre de la empresa británica Riotinto Company Limited. El Ejército disparó. Aún hoy se desconoce el número de muertos.
Se adjudican definitivamente en venta las minas de Riotinto a los señores William Edward Quentell, Ernest H.Taylor y Enrique Doestsch, por sí y en representación de la casa Mathesson y compañía, de Londres, por la suma de 92.800.000 pesetas, al tenor de la proposición garantizada con el previo depósito y aceptada por el Gobierno, en los términos que previenen las leyes de 23 de junio de 1870, 20 de diciembre de 1872 y el anuncio oficial de 4 de enero del presente año".
Así, en el año 1873, quedaron vendidas por el Gobierno español a una compañía británica las legendarias minas de Riotinto (Huelva). Los ingleses llegados a ese remoto lugar del suroeste procedían en buena medida de una floreciente burguesía formada en los public schools y no albergaban duda alguna sobre su posición social, mando y privilegios. Levantaron su barrio de arquitectura victoriana, Bellavista (perfectamente conservado en la actualidad: incluido el, si hoy ya no tan efectivo sí altivamente simbólico, muro de piedra que lo separa del resto de la población), en las oficinas ondeó la bandera del Reino Unido y trajeron al archidiácono de Gibraltar para dar la comunión a los anglicanos.
La población minera española estaba formada por trabajadores de todo el territorio nacional, especialmente de Asturias y Galicia. Vinieron al reclamo de la prosperidad que los yacimientos iban a tener bajo la explotación inglesa.
El año de la venta trabajaban en las minas unos 1.000 hombres, pero en 1888 -fecha de este relato- sumaban ya 10.000. Y la Riotinto Company Limited se había convertido en la más importante organización comercial de todo el país, además de extender sus tentáculos a la política. Para los habitantes de la cuenca minera de Huelva era, y lo ha seguido siendo hasta 1954, cuando los yacimientos retornan al dominio español, una abstracción sin rostro, un fantasma omnipotente: La Compañía.
Fueron las calcinaciones al aire libre el detonante de un conflicto que devino en tragedia. Este método activamente practicado por los ingleses en Riotinto -aunque prohibido en su país de origen- consistía en la lenta combustión, día y noche, del mineral, en grandes piezas llamadas "teleras", que arrojaban a la atmósfera espesas nubes envenenadas de dióxido de azufre. Si no eran arrastradas por el viento, permanecían posadas sobre el valle, creando lo que dio en nombrarse como "la manta". En los días oscuros de manta, la gente se encerraba en sus casas o, buscando refugio, subía a los montes cercanos, mientras los densos humos sulfurosos, como un sueño dantesco, asolaban el paisaje. Sus efectos, obviamente nocivos para la salud, se hacían sentir a lo largo de kilómetros, arrasando también a su paso, como una plaga mefítica, agricultura y ganadería. Cuando así sucedía y, por tanto, resultaba imposible acudir al trabajo -la falta de visibilidad era tal que dio lugar a un choque frontal de trenes-, La Compañía retenía y no abonaba la mitad del jornal.
El descontento, el malestar social de mineros y agricultores que veían arruinarse sus cultivos, encontraron en un hombre, Maximiliano Tornet, y en una agrupación, La Liga Antihumos, los cauces para hacer valer sus protestas. Ésta, La Liga, la encabezaba José María Ordóñez Rincón, yerno de José Lorenzo Serrano, importante terrateniente de Zalamea, uno de los pueblos vecinos afectados. Y aquél es una figura singular, incluso misteriosa: Maximiliano Tornet había llegado a Riotinto en 1883, expulsado de Cuba -por entonces colonia española- a causa de sus actividades revolucionarias.
Tornet comienza a trabajar en las minas y alcanza el puesto de cronometrador de un alto horno, mas cuando el 26 de agosto de 1887 es descubierto vendiendo periódicos con propaganda revolucionaria, se le destituye fulminantemente y es detenido y encarcelado.
Pero, cumplida su condena, regresa a Riotinto y, apoyado por sus antiguos compañeros, reinicia sus actividades clandestinas. Su capacidad de liderato, su carisma, van atrayendo progresivamente a los mineros a plantear una serie de reivindicaciones, entre ellas: prohibición de las teleras; abono completo del salario los días que no podían trabajar por la manta; reducción de las 12 horas de trabajo a nueve; prohibición del sistema de contratos mensuales en los trabajos de las minas y relevo del jefe de ese departamento.
Esta situación -un polvorín- encuentra el nuevo director de las minas, William Rich, cuando, para sustituir al anterior, John Osborne, pisa por primera vez aquella tierra. Desde ese momento -última semana de enero de 1888- los acontecimientos van a sucederse trágica y vertiginosamente.
El miércoles 1 de febrero comienza la huelga. La paralización es prácticamente completa a lo largo de los dos días siguientes. Mientras Rich busca la connivencia del gobernador civil de Huelva, Agustín Bravo y Joven, y reclama fuerzas de apoyo para los guardas al servicio de la empresa y los pocos guardias civiles -10, y de ellos, uno enfermo- del puesto local, Tornet, a su vez, consigue que La Liga Antihumos se sume a la gran manifestación prevista para el sábado 4 de febrero.
El paisaje insólito de Riotinto sirvió de espectacular telón de fondo a las columnas de manifestantes que, encabezada una por Ordóñez Rincón y Lorenzo Serrano, y la otra por Tornet, los tres a caballo, y precedidos por una banda de música y pancartas en las que podía leerse "¡humos no!", "¡viva la agricultura!", se reunieron en un lugar de resonancias bíblicas, el cárdeno Cerro de Salomón, para formar una sola y formidable marea humana. Eran miles. Y otros tantos los que ya esperaban en Riotinto y, a su paso, vitoreaban y aplaudían. Se calcula entre 12.000 y 14.000 personas, pues a la manifestación, pacífica -y esto lo prueba-, habían acudido también mujeres y niños. Una reivindicación laboral, social, política y, si se quiere, en cierto modo, el primer antecedente ecologista. Cuando llegaron a la plaza, Tornet, Ordóñez, Serrano, el alcalde de Zalamea y los representantes de otros municipios afectados se dirigieron al Ayuntamiento, en cuyas dependencias el alcalde y los concejales se encontraban reunidos. Pretendían los manifestantes que la corporación tomase el acuerdo de prohibir las calcinaciones al aire libre.
Entretanto, el gobernador civil descendía de un tren en la estación minera y se abría paso hacia la plaza escoltado por soldados del Regimiento de Pavía -al mando, el teniente coronel Ulpiano Sánchez- desplazados a Riotinto para poner fin a la manifestación. Ya en la plaza, la tropa se apostó frente a la multitud y Bravo y Joven se dirigió al encuentro de los reunidos en el Ayuntamiento. En tono desabrido les hizo saber que anularía cualquier resolución que tomasen. Y varias veces salió al balcón para exhortar a los manifestantes, para exigir a los huelguistas que depusieran su actitud o, en caso contrario -amenazó-, ordenaría hacer uso de la fuerza. ¿Qué sucedió a continuación? ¿Quién dio la orden? Se ignora. Pero, de pronto, inesperadamente, los soldados abrieron fuego contra la multitud: una, dos descargas. Luego, las bayonetas. Miles de personas huían despavoridas, arrancando de cuajo, a su paso, los bancos, aplastándose unas a otras. Nunca se supo el número de muertos. Nunca. Sí que entre ellos hubo mujeres, niños... A muchos los hicieron desaparecer en las escombreras, en los escoriales. Los heridos, por temor a represalias, permanecieron ocultos.
El gobernador civil dictó al día siguiente un bando induciendo a los mineros a retornar al trabajo, ya que La Compañía se mostraba dispuesta a no descontarles el salario del 4 de febrero, de aquel sábado de 1888, un día teñido del color del río Tinto.
Juan Cobos Wilkins